Leemos un cuento policial negro.
"Las señales" de Adolfo Pérez Zelaschi
Estaba por fin ahí, como el rostro de
un destino previsto, que ahora se revelaba del todo: un hombre como de piedra
—el sombrero sobre los ojos, oculta, pero palpable, la pesada pistola—,
inmóvil, pero atentísimo a las próximas señales del estrago.
Ese hombre sentado ahí significaba que
todos los plazos se habían cumplido ya; que él, Manolo, pronto se convertiría
en el cadáver de Manuel Cerdeiro, llorado por su mujer, recordado por algún
tiempo por alguno de sus paisanos y por sus parroquianos solamente durante el
tiempo necesario para que otro —desde luego gallego, recio, petiso, velloso y
cejudo como él— lo sustituyera en el mostrador del bar "La Nueva
Armonía", al cual quizás le cambiaría el nombre.
Ahora, frente a esta muerte
enchambergada, Cerdeiro comprendía con claridad por qué los vecinos lo miraban
conmiserados y por qué las palabras que le decían tenían un constante dejo de
lástima:
—¿Qué tal, don Manolo?—la conversación
solía comenzar así.
—Trabajando, ya lo ve —respondía él,
sin ganas de seguir.
—Ésa es la vida del pobre. Y... ¿más
sereno ya?
—Sí..., pero hablemos de otra cosa. Eso
prefiero olvidarlo.
Ellos, empero, nunca querían hablar de
otra cosa, sino de aquella por la cual el barrio —Flores al sur, calle
Mariano Acosta al mil y tantos, desteñido y chato— fue transportado
súbitamente, tres meses atrás, a los titulares de los diarios amarillos.
Primero venían los consejos:
—Le convendría cambiar de barrio...
—Es difícil vender el bar. Se gana
poco; se trabaja mucho.
Y volvían al tema obsesionante:
—Nunca se sabe... Con esa gente no se
puede jugar. ¿Y la policía que no lo protege a uno? El agente ya no está más,
¿vio?
—Ya ve usted que no. Hasta luego... Lo
pasado, pisado.
Se iba, huía, escapaba, pero sabía que
todos lo miraban con piedad, como si estuviera enfermo de algo incurable y
fatal.
Había otros diálogos, sin embargo,
aunque en el fondo eran lo mismo:
—¡Lo felicito, hombre! ¡Qué coraje
tuvo!
—Me defendí, nada más. Eso lo hace
cualquiera.
—¡Cualquiera, no!
—Pero no quiero hablar... Lo pasado,
pisado.
—Para usted. Pero ellos eran tres. Cayó
uno y quedaron dos.
—No quise matarlo. Me defendí, nada
más.
—Pero para un valiente como usted lo
mismo es uno que diez. ¡Que vayan saliendo!, ¿eh? ¡Qué coraje! Enfrentar a los
tres Riquelme y bajarse a uno...
—Usted perdonará... Debo atender a los
clientes. No me gusta recordar...
Era, sin embargo, un recuerdo capaz de
llenar una vida. Y, sobre todo, la del oscuro Manuel Cerdeiro, atado día a día
y durante años a una noria de jornadas iguales detrás del mostrador de "La
Nueva Armonía". Abrir el bar, atender a los corredores y limpiar, durante
la mañana; a los parroquianos a partir de las once, hora en que caían los
primeros, y hasta la madrugada, cuando se iban los últimos,
turnándose con la patrona, salvo los lunes, día en que la jornada empezaba a
las seis de la tarde. Estos lunes preparaban con nabiza, pingüe unto sin sal,
papas y porotos un caldo gallego, blanquecino, generoso y tan espeso que en él
las cucharas quedaban clavadas de punta, y del cual bebían —o comían— dos
soperas, empanadas de pescado fuerte o callos, regado todo con un vino tinto
áspero y común. Era su fiesta, la única pausa en el trabajo, el olvido del
mundo, el presentimiento del porvenir ahito, satisfecho, sin necesidad, sin
miedo, al cual llegaría cuando lograra redondear una fortunita. Luego, después
de una siesta formidable y profunda, reabría el bar, y mientras llegaban los
clientes hacía las cuentas y preparaba el dinero de la semana para depositarlo
en el banco el martes.
Aquel día que no quería recordar,
concluidas las sumas y las restas, liado el dinero y encerrado en un cajón del
mostrador, estaba limpiando unos vasos cuando, a un ruido de pasos, levantó la
cabeza y se encontró frente a aquellos dos hombres.
—¿Qué desean los señores?
—Pasá la guita y no grités, gallego.
Y ya no vio más que la boca de la
pistola con que el más bajo lo encañonaba.
Manuel Cerdeiro no era, tal vez, un
cobarde. Por eso demoró algunos segundos en obedecer, mientras sentía que un
sudor rápido le pegaba la ropa a la piel. Pensó en el dinero que guardaba y en
cómo levantaría, sin él, un pagaré que...
—Apuráte, tagai, o te quemo —dijo el de
la pistola, y el más alto, sin mover el cuerpo, le cruzó la cara con el canto
de la mano. Fue un golpe cruel, duro e injusto.
Llorando —recordaba que lloró, pero no
sabía si de rabia o de miedo, o de las dos cosas juntas— Manolo abrió el cajón.
Allí estaba la plata, un fajo de sólo veintitrés mil pesos —"el pagaré es
de dieciséis", pensó— y también saltándole a los ojos como la cabeza de
una víbora, como la punta de un látigo, como una fría lengua de acero, aquel
Colt 38, caño corto, que le vendieron junto con el bar, diez años atrás, y que
jamás había usado. Hasta allí, los hechos memorables.
Luego todo se confundía
turbulentamente, los movimientos se superponían, atropellándose entre sí en un
lapso que debía ser de segundos y durante el cual, llevado por el dolor de
aquel golpe inmerecido, por un rencor instantáneo y feroz, por el pagaré, por
el pánico, por todo eso junto, se halló a sí mismo de pronto disparando su
revólver; sobre los dos hombres, dos veces, tres, cuatro, vaciando el tambor
del arma sobre ellos, encogiéndose luego detrás del mostrador porque también le
tiraban mientras retrocedían lentos.y precisos hacia la puerta con sus cuarenta
y cinco de inacabables recámaras, viendo, sin ver, ciego, cómo algunas botellas
caían deshechas —"no las pagué aún, malditos sean”—, regándolo con anís y
coñac. Hubo un confuso ruido de mesas derribadas, de patadas en el suelo,
mientras él, enajenado por aquel rapto de matar y morir que le quemaba el alma,
gatillaba inútilmente su revólver ya sin balas, apuntándolo hacia cualquier
cosa. El mostrador subió como un telón invertido, de abajo hacia arriba,
borrándole todo, mientras él caía derribado por un plomo, sin tomar conciencia
de que caía, ni por qué. Sin advertir, por tanto, que estaba herido se vio
pronto con la boca contra el suelo, que tenía un seco olor a polvo no barrido,
que no podía levantarse, que la sangre le corría por la camisa, aunque no sabía
desde dónde. Un dolor agudo le barrenó el hombro y volvió a caer, ya sin
sentido, pero sabiendo por primera vez qué es lo que hacía, qué era desmayarse.
Ese mismo dolor lo volvió en sí. El bar
estaba lleno de sombras, de agitación y de ruidos. Un hombre recio.y colorado
se inclinaba sobre él. Luego se irguió.
—La bala le lastimó el hombro. No es
grave, pero llévenlo con cuidado.
Dos camilleros lo levantaron en vilo y
lo sacaron del bar, acostado, semidesnudo, desvalido e infantil. Sintió una
súbita vergüenza al pasar casi en cueros entre las dos apretadas hileras de
vecinos, de los curiosos, de todo el barrio aborregado en la puerta de "La
Nueva Armonía" al conjuro del batifondo, y volvió a desmayarse cuando lo
metieron en la ambulancia.
Sólo después, y muy lentamente,
mientras salía despacio del asombro como de una red que lo fuera soltando de a
poco, reconstruyó el episodio, a la vez trivial y trágico, oscuro y heroico.
Ese día, aprovechando una hora vacía,
dos asaltantes habían intentado robarlo. Un modesto golpe de mano, en un bar
cualquiera atendido por un hombre solo, desprevenido, desarmado y
presumiblemente cobarde. Poco dinero, es cierto, aunque también proporcional al
escaso riesgo. Pero, contra toda previsibilidad, la víctima se rebeló (por
avaricia, por aturdimiento, por estupidez, dijeron todos; nadie por cívico
heroísmo) y mató a uno de los atracadores, mientras el otro huía. Como se ve,
nada más que un episodio cualquiera de la crónica policial.
Nada más... si el muerto no hubiera
sido el Lungo Riquelme.
Pero lo era, y por eso la gente empezó
a mirar a Manuel Cerdeiro como si fuera ya un cadáver, con tan lastimosa piedad
que a veces él mismo se olisqueaba para ver si ya olía, aunque sólo fuera un
poco, a la muerte que le asignaban.
—Lástima que fue Riquelme — decían.
El sonreía, crispado:
—Fatalidad. Pero no quiero hablar, no
quiero hablar...
Eso es lo que había dicho, aún en el
hospital, a los reporteros, y entre relumbres de flashes.
—¿Sabía usted que era el Lungo
Riquelme?
—No..., no lo sabía... No lo conocía...
—De haberlo sabido, ¿hubiera resistido?
—No sé. Todavía no sé bien quién es ese
señor Riquelme...
No lo sabía, pero lo aprendió en seguida:
el Lungo Riquelme era el mayor y el jefe de tres hermanos, duros profesionales
del delito, asesinos todos, que desde hacía dos años se tiroteaban, con
increíble fortuna, con la policía de cuatro provincias argentinas y la del
Uruguay. Asaltar era su oficio; matar, un azar aceptable para ellos; morir, un
riesgo conexo. Bancos, pagadores, joyeros, casas de cambio habían sido
saqueadas una tras otra, a veces en pleno centro, y cuatro hombres habían caído
bajo sus pistolas del infierno. Porque los Riquelme disparaban en seguida, sin
más, alevosamente, cuando alguien resistía o parecía dispuesto a hacerlo. Así
mataron a un oficial de policía llamado Bazán y entonces se trabó uno de esos
duelos cerrados, porfiados, sin piedad, incluso con víctimas por lujo, que se
dan entre uno o más delincuentes y la policía cuando ésta ve caer a uno de sus
filas.
Entonces se tira de cualquier manera,
en cualquier lado, sin aviso, sobre el culpable, sobre el acompañante, el
encubridor, el sospechoso, que son todos uno y lo mismo para los perseguidores,
como éstos lo son para los otros. Y del otro lado se mata para ganar seguridad,
aunque ésta sólo dure unas horas, como quien da vuelta a una llave, o como un
pagaré librado contra la propia existencia, porque el delincuente sabe que su
muerte es inevitable, a menos que huya del país. Así, a las órdenes del
subcomisario Gregorio Bazán, hermano del oficial muerto, se peleaba contra los
hermanos Riquelme, que no se entregarían jamás.
Hechos a esta fatalidad, los Riquelme
resultaban para el gallego Cerdeiro otra fatalidad sin escape. Los cronistas
hablaron de esto: "Conociéndose la solidaridad que se practica en el
hampa, y más en el caso de los hermanos Riquelme, corre grave peligro la vida
del señor Manuel Cerdeiro"; o: "Es indudable que los dos hermanos
Riquelme tratarán de vengar a Juan, alias el Lungo, que era el mayor, y ello
incluso para mantener su ascendiente sobre sus secuaces". La
revista Hechos en Rojo publicó una serie de notas que tituló:
"El juramento de los Riquelme", según el cual los dos sobrevivientes,
Ernesto y Pedro, habían jurado en rueda de taitas y sobre el filo de un
cuchillo que perteneció a Di Giovanni dar muerte al pobre gallego después de
brindarle un largo paseo de agonía, de ésos que se ven en las películas. O lo
asesinarían desde un automóvil en marcha, lo balearían de atrás, lo apuñalarían
dormido, o al abrir una puerta volarían, él y la puerta, al soplo de la
gelinita...; cualquier cosa podía suceder en cualquier momento. Lo mejor que
podía esperarse sería un fin sin horror, seguro, rápido y técnico, de antemano
aceptado por todos. La tirada de Hechos en Rojo subió de treinta mil
ejemplares a doscientos veintitrés mil, número igual al de las silenciosas
puteadas que les envió Cerdeiro.
Por eso, cuando Manolo volvió del
hospital, hubo, de noche y de día y durante dos meses, un agente uniformado en
la esquina de "La Nueva Armonía". Desde su lugar detrás de la caja,
el gallego llegó a considerarlo un elemento definitivo del paisaje urbano que
él veía a través de la puerta y la vidriera del bar, tan permanente como la
casa de enfrente y sus balcones de hierro forjado, la mercería del armenio
Bakirgian, en la esquina opuesta y transversal, el foco suspendido sobre los
adoquines color plomo o la vereda de piedras desniveladas de su negocio.
Un día el agente desapareció.
Sí: ya no hubo nadie en la esquina, y
Cerdeiro adivinó que tampoco volvería más. Todas las cosas parecieron dar una
voltereta, balancearse, ceder, mientras violines y campanitas sonaban en sus
oídos.
El armenio Bakirgian estaba en la
puerta de su tienda y cruzó rápidamente la calle. Ni siquiera saludó, sofocado
de ansiedad.
—¡Le sacaron el agente, don Manolo!
—Sí..., no sé. Volverá después...
Ardían de furia los negros ojos del
armenio.
—No. Lo averigüé yo mismo en la
comisaría. Han levantado la consigna. ¡Para eso paga uno los impuestos! ¡Para
que cualquiera lo robe o asesine!
Cerdeiro fue a la seccional.
—¿Qué desea, señor?
—El comisario, por favor.
El oficial de guardia lo miró con
cierta severidad.
—Está muy ocupado. No podrá atenderlo.
—Soy... Cerdeiro... Manuel Cerdeiro,
del bar "La Nueva Armonía", aquí, en la calle Mariano Acosta al mil y
tantos...
—¡Ah! ¿Es por la vigilancia? Ya vino
antes un turco entrometido... Bueno. Se levantó.
—Pero...
—Orden de arriba. No hay nada que
hacer. Tenemos mucho trabajo y no podemos distraer tres turnos para cuidarlo a
usted. Por otra parte, ya pasó bastante tiempo de aquello. Debe cuidarse solo.
Buena suerte...
Manuel Cerdeiro volvió como en sueños a
su bar ("Ahoramevanamatar"); tuvo que remirar las botellas, las
percudidas mesas, pasar los dedos por el mostrador (ahoramevanamatar), abrir y
cerrar los cajones para recordar el lugar de cada cosa (ahoramevanamatar) y aun
así no pudo concentrarse en su trabajo (lavar los vasos, apilar las cajas
vacías, barrer y regar el piso, con esa furia gallega y obstinada de siempre
que le había permitido hasta ahí ahorrarse y ahorrar el sueldo de un peón y de
un mozo, haciendo las tareas de los dos) porque en realidad estaba ya viviendo
para la muerte.
Y así, como en un sueño, siguió hasta
que los días le fueron desarrollando un curioso doble juego de sentidos: uno,
el de los ojos, oídos, tacto, atado a la rutina diaria; el otro, también oídos,
tacto, atento a las señales de la calle, del barrio, de la ciudad entera, en
alguno de cuyos cubículos estaban los Riquelme, vengadores y juramentados.
Fue este segundo sistema sensorial el
que le anunció el fin del plazo.
Eran las once de la noche del lunes,
helada y lluviosa. Los últimos clientes —tres billaristas de riñones
infatigables— se habían ido y él pensaba cerrar en seguida, porque nadie
vendría ya, e irse a su casa, a unas cuadras de allí, tránsito de Calvario que
hacía dos veces al día con todo su ser puesto en percibir alguna señal de
peligro. Entró en la trastienda, que era un patinillo entoldado, tapiado por
cajones vacíos de Coca-Cola y de cerveza, y empezó a apartar los de marca
"Palermo" cuyo camión vendría mañana a retirarlos, cuando vibró la
primera señal. Sí: no fue el ruido de la puerta al ser abierta, ni el de los
pocos pasos que lo siguieron lo que lo hicieron estremecer, sino la campanita
que resonó en su segundo juego de sentidos, lo que automáticamente le hizo
repetir la frase:
—Ahora me van a matar.
Allí estaban ellos. Midió agónicamente
sus posibilidades de escapar: ninguna. Tres altísimas paredes verticales y
ciegas cerraban el patiecito. Nadie oiría ni el más desesperado grito mientras
el viento zumbara allá arriba, tan perdido Manuel Cerdeiro en la ciudad como si
estuviera en un abismo entre montañas desnudas y remotas.
Sólo cabía regresar al bar
(ahoramevanamatar) y eso hizo. De no estar tan aterrado por las circunstancias,
por los ineludibles aquí y ahora, hubiese podido comprobar que su espanto había
desaparecido y que eso le permitía realizar un balance casi desapasionado de
los hechos que le concernían.
Vio, en efecto, que el recién llegado
—era uno solo— se había sentado ya a una mesita; que no podría huir sin pasar a
un metro de él; que ni siquiera alcanzaría a intentar un desesperado y tal vez
mortal salto a través de la vidriera, porque él mismo había bajado,
encerrándose, la cortina metálica; que el desconocido no tenía apuro;
que estaba sentado de tal manera —el antebrazo derecho apoyado sobre la mesa y
paralelo al pecho— que su mano empuñaría en un décimo de segundo la pistola;
que una de éstas le abultaba el saco bajo el brazo izquierdo y que otra tiraba
pesadamente hacia abajo el bolsillo derecho; que estaba atento a los signos que
debían venir de la noche de afuera, en la cual dormían los inocentes y velaban
los asesinos; que se había colocado en un lugar que no se veía desde afuera,
sin duda para escapar a la mirada de algún vigilante de ronda.
Manuel Cerdeiro no sabía si pensaba en
algo cuando se acercó al tipo para preguntarle qué quería tomar, si lo hacía
por rutina, por servil ansia de ganar un minuto, un minuto más de vida, por
aturdimiento, por otra razón... La mano del hombre se hundió bajo el saco y
quedó allí, sin duda con los dedos enroscados en el gatillo y la culata.
—Algo livianito, maestro —le dijo,
mirándolo y Manuel Cerdeiro volvió a sentirse ya muerto, porque aquellos fijos
ojos de víbora brillaban con inequívoca burla.
—¿Un guindadito, entonces?
—Sí, un guindadito, maestro.
Mientras vertía el licor —sus manos
temblaban y lo derramaron un poco— pensó en los paseos de la muerte que había
leído enHechos en Rojo; en los lentos suplicios con que el hampa suele, según
las historietas, pagar la traición, o el descuido y así de nuevo como en sueños,
volvió con el guindado hasta la mesita —la mano del hombre, que había salido,
retornó a su nido terrible— y regresó tambaleándose al mostrador. Allí se
quedó, sentado en la silleta que usaba para ponerse a hacer las cuentas, con la
caja registradora como pobrísimo parapeto, mirando a aquel hombre que, a su
vez, también lo hacía, aunque con el oído tendido simultáneamente hacia las
señales de la noche.
Todo había pasado en cuatro minutos.
Luego el tiempo —inmóviles los dos, él y el otro, él y él, él y la muerte— sólo
le fue perceptible en su más claro símbolo: en aquella aguja del reloj
eléctrico que estaba colgado en la pared y que remontaba silenciosamente la
esfera y volvía bajar, una vez, otra vez.
Sin señal previa, a las once y cuarenta
y tres se abrió la puerta. El viento arrojó dentro del bar una ráfaga de lluvia
y luego a un tipo indescifrable, mojado, aterido, haraposo y con barba de
semanas, desmelenado, sucio y tan borracho que ya se desplomaba. De una corrida
tembleque, adelantando las manos como para asirse de cualquier cosa que le
impidiera caerse, llegó al mostrador y allí bisbisó algo.
—No tengo —contestó Cerdeiro, sin oír y
sólo coligiendo.
El borracho volvió a borronear sílabas:
—Sssmmm... ino...
—No hay vino. Es hora de cerrar.
Váyase.
Apestaba el mísero a alcohol, humo,
sudor y mugre vieja. Una súbita esperanza atravesó el corazón de Manuel
Cerdeiro como una flecha: lo acompañaría..., lo acompañaría hasta la puerta y
él adelante, y el otro atrás, usándolo como viviente y rotoso escudo..., tal
vez...
—A ver, amigo, lárguese...
El hombre del chambergo le había
adivinado la intención (todo el recinto estaba lleno de mensajes tácitos, pero
claros) y allí estaba, alto, tranquilo, fuerte, del otro lado del mostrador y
ahora junto al borracho. Le calzó el brazo con el suyo, le torció la mano
izquierda con su puño brutal e inmenso, y cuando el pobre diablo empezó a
lamentarse, lo llevó en peso y lo empujó con destreza y violencia a la vez que
abría la puerta, lanzándolo a diez pasos, pero de pie, de manera tal que con el
impulso recibido el borracho se hundió en la sombra y desapareció, llevándose
la esperanza que, según acababa de comprobarlo Manuel Cerdeiro, también podía
manifestarse en un piojoso.
Y todo —el viento, la lluvia, el
hombre, Cerdeiro, la espera de las señales verdaderas— volvió exactamente a su
sitio, menos el reloj, que ahora marcaba las once y cuarenta y ocho.
De nuevo quedaron solos el bolichero y
el asesino, el gallego y su destino, separados por ese corto trecho, de nuevo
Manuel Cerdeiro detrás de la caja, de nuevo el otro en su mesa, apenas a diez
pasos de distancia, de nuevo la mano próxima a la pistola, de nuevo los dos
escuchando los rumores de la ciudad, descartando los ruidos conocidos, el rodar
del trolebús 302, de cuando en cuando el ronroneo del ómnibus 170, el asmático
paso —ras, ras, ras— del colectivo 204, algún rápido y fugaz deslizarse de
neumáticos sobre el pavimento mojado, el continuo, continuo, continuo caer,
rodar, gargarizar del agua de las cunetas en la boca de tormenta que bebía
lluvia frente al bar, de nuevo Cerdeiro pensando en todas las puertas cerradas
para él; cada cosa girando cada vez más en el vacío (ahoramevanamatar), cada
vez más remotas a medida que se aproximaba la señal de la sentencia desde algún
punto desconocido de la ciudad dormida, insensible al tácito gemir, al mudo
impetrar de aquel pobre gallego que sudaba como un Cristo en las últimas
estaciones del Calvario.
A las doce y doce la noche dio la
segunda señal.
Oyeron —los dos, porque la mano del
asesino ganó de nuevo su leonera como una fiera y enlazó otra vez la pistola—
los pasos en la calle, rápidos, cortitos, irregulares por el esquive de los
charcos de la vereda.
En seguida se abrió la puerta,
avanzaron otra vez el viento y la lluvia, entró después un paraguas inmenso y
brillante y detrás de él la menuda figurita de Adelqui Martinelli, un vecino.
—Hola, don Manolo... Llueve, ¿no es
cierto?
Manuel Cerdeiro sonrió dolorosamente y
no dijo nada.
El hombrecito, chiquitín, panzón,
tocado con un tirolés negro que lucía una ridícula plumita verde, plegó el gran
paraguas y fue derecho al mostrador con pasitos de infante.
—¿No cerró todavía? —preguntó—. ¿Por
qué? A esta hora, y con este día... El mucho trabajar es perjudicial para la
salud.
Adelqui Martinelli era el hombre de las
preguntas ahorrables y de las reflexiones obvias.
—Es tarde... Las doce y cuarto.
Controló su reloj pulsera con el
eléctrico.
—Ése marca las doce y doce. ¿Anda bien?
—Sí, sí...
—Vengo de la casa de mi hija mayor.
Todos los jueves ceno allá. ¿Usted no lo sabía? Y los martes en lo de mi hija
menor. Cuando pasé, pensé: me vendrá bien una ginebrita para combatir el frío y
asentar la comida. ¿No le parece?
—¿Quiere una ginebra?
—Marca Bisutti.
—¿Doble?
Adelqui Martinelli vaciló largamente.
Después dijo resueltamente:
—Doble. Si me emborracha, no importa,
pues me voy a dormir.
Manuel Cerdeiro se volvió hacia el
estante de las bebidas. Antes de servir vio sobre éste el lápiz y el papel que
usaba para las cuentas. Entonces, siempre de espaldas al hombre de la mesita,
fue haciendo mañosamente dos cosas: con la mano izquierda bajó la ginebra, con
la derecha asió el lápiz; nuevamente con la mano izquierda depositó un vasito
en el estante inferior y con la derecha escribió, mientras servía despacio:
"Llamelapolicía... urg...”
Luego dejó rebosar el vasito hasta que
la ginebra humedeció su base, lo apretó contra el papel, hasta que éste se mojó
a su vez y quedó adherido al vidrio, finalmente deslizó las dos cosas, el
vasito y el papel sirviéndole de bandeja, sobre el cinc del mostrador hasta
ponerlo bajo la mirada del hombrecito.
Adelqui leyó. Luego interrogó con los
ojos a Cerdeiro, desmesuradamente, y empezó a abrir la boca. Fue un diálogo por
signos desesperados: Adelqui advirtió el sudor que relucía en la estrecha
frente del gallego, sus párpados semicerrados, percibió el ruego mudo, íntimo,
acuciante y comprendió (Adelqui era del barrio y conocía la historia de los
Riquelme). Sus ojos asustados giraron hacia atrás cuanto pudieron, sin mover la
cabeza señalaron al asesino... Cerdeiro asintió levísimamente.
—¿Ri... Riquelme? —preguntó Martinelli
con un siseo inaudible y Cerdeiro volvió a asentir con los ojos, rogándole con
los ojos, que ahorrara preguntas idiotas.
Entonces el diálogo por signos se
invirtió, y el gallego vio cómo se perlaba la frente del otro y cómo sus
manitos empezaban a temblar como las de un perlático, tanto que la mitad de la
ginebra se le derramó sobre la barba, mientras él, Manuel Cerdeiro, lo maldecía
e injuriaba silenciosamente con lo mejor de su terror gallego: "Se dará
cuenta, viejo imbécil. Nos matará a los dos"; mientras se apartaba del
mostrador y luego trataba de encaminarse hacia la puerta, tambaleándose de
miedo, con unas piernezuelas tan ingobernables como flanes.
Pasaba frente a la mesita del enigma
cuando éste se levantó sin prisa y apoyó la mano en el hombro redondo de
Adelqui.
—Usted no sale, abuelo. Tírese ahí, en
ese rincón, atrás de esa mesa, y no se me levanta, pase lo que pase, ni para
hacer pis...
Sin una palabra, el viejo Adelqui
—temblaba, temblaba, oh, cómo temblaba su pobre corazón allá adentro, aleteando
con tan loco terror, con tal abyecta sumisión que hubiera dejado de latir sólo
para congraciarse con el asesino— se dirigió al lugar que le habían dicho y se
tendió en el suelo, rígido, horizontal, premuerto.
Y volvió todo —las doce y veintiocho— a
su sitio, como antes, salvo aquel ronquido que venía del lugar donde Adelqui
ensayaba ser su propio cadáver y con el cual parecía escapársele el alma.
Y detrás de la caja, Manuel Cerdeiro,
ya entregado inerte a su miserable suerte, ya agachado como un buey que espera
la maza del carnicero, ya sin siquiera atender a los indicios de la noche,
porque ninguno le importaba ahora salvo el último (ahoramevanamatar...
ahoramevanamatar...).
De pronto —el reloj, desatendido,
marcaba la una— se dio la verdadera señal: un automóvil negro y mojado (Manuel
Cerdeiro vio sólo su brillante techo negro que deflectaba turbiamente la luz de
los focos, quebrada sobre miles de gotas) se detuvo un instante, hubo un doble
golpe de portezuelas, y de él descendieron dos hombres, con impermeables
negros, iguales, que abrieron por fin ("Vienen a buscarme", pensó
Cerdeiro en su por-fin-muerte, en el final de la espera) sin violencia, pero
con fuerza inapelable la puerta del bar. Ya con el primer paso que dieron
dentro de él tenían las pistolas en la mano. El tiro inicial pasó a diez
centímetros del gallego, el segundo le dio en el hombro, en el mismo hombro ya
antes herido, y lo derribó detrás del mostrador, igual que la otra vez, y luego
ya no supo qué ocurría del otro lado, pero oía los tiros, el ruido de cosas
volcadas y el grito finito, el gemido de gato de Adelqui Martinelli: "No
me maten..., no me maten..." Un hombre vino atropelladamente, con eses
quebradas de tango antiguo, a caer detrás del mostrador y un sombrero con gotas
de lluvia rodó hasta la misma cara de Manuel Cerdeiro, que lo olfateó
estúpidamente (un olor a violenta agua florida), mientras el dolor le
desgarraba el hombro, como la otra vez, y vio que el sombrero, que el hombre,
que el desconocido que era uno de los dos recién llegados, que el hombre del
tango, estaba muerto y que simultáneamente decenas de terribles balas en
hilera, uno, dos, tres, cuatro, hacían saltar vidrios, revoques, y otra vez
seis, diez, doce, esquirlas de madera, agujereaban el mostrador (¿quién me lo
paga?), tiradas ahora desde la calle —dos, tres, dos, tres, dos, tres— y todo
quedó en silencio hasta que una voz sonora, inmensa, potente, gritó:
—¡Paren! ¡Bazán habla!
Entraron varios hombres.
—Levantáte, gallego. En seguida vamos a
curarte...
El hombre de la mesita lo sentó en una
silla como a un muñeco.
—A ese otro pobre llévenlo al baño y
límpienlo un poco...
Luego dijo:
—Soy el subcomisario Gregorio Bazán y
quise esperarlos aquí a esos mierdas. Perdonáme, viejo, el jabón que te
llevaste, pero en estas cosas es mejor no abrir la boca. Yo sabía por un
"alcahuete" que vendrían esta noche. Por eso los esperé.
Gregorio Bazán dio un puntapié a uno de
los caídos Riquelme.
—Mucho tiempo esperé este día. Ya
cayeron los tres, pero eso no me devuelve vivo a mi hermano. Mano a mano.
Así quería agarrarlos.
El bar estaba lleno de policías
uniformados y de civil.
Detrás, en la calle, se oían órdenes,
la sirena de ambulancia, la alarma de algunos curiosos que llegaban aun bajo la
lluvia. En el suelo estaban los dos Riquelme muertos. En una silla, llorando y
sentado, un pobre gallego que asistía a su propia resurrección.